sábado, 18 de febrero de 2012

‘El reino de los cielos’: una película de Ridley Scott sobre las cruzadas

Sobre el tema de las cruzadas, que salió varias veces en clase, ya sabeis que sigo pensando –es sólo un pensamiento, habría que ver si le corresponde o no algo en la realidad- que perfectamente puede haber teólogos en la edad media que no estuvieran totalmente de acuerdo o seguros sobre la legitimidad de alguna o todas las cruzadas. Os metí en un post anterior algunas frases sueltas, y algunos de los autores en efecto parecen tener una postura crítica. En realidad, es un asunto histórico, porque lo importante es que obviamente hoy en día ningún pensador cristiano va por ahí defendiendo que haya que matar infieles. No obstante, incluso podemos entrar en la discusión histórica, como os digo. Discusión sobre cuales eran las razones de las cruzadas, sobre si podemos considerar que hubo cruzadas más legitimadas que otras, sobre si algunas de las cruzadas eran sinceras y otras meras cortinas de humo para distraer de los problemas internos, etc. Y discusión de opiniones de pensadores divergentes con lo que podía ser la postura oficial del papado en la época (eso suponiendo que el papado no pudiera tener distintas posturas sobre las distintas cruzadas, etc).

En la película que os menciono de Ridley Scott, se habla de una de las épocas de las cruzadas, creo que en el siglo XIII (el mismo siglo que Tomás de Aquino), en la que los cristianos perdieron el control de Jerusalén a manos de Saladino. En la película se plantea que se había establecido en Jerusalén un reino de paz y convivencia pacífica entre religiones, y que el legendario ‘rey leproso’ de Jerusalén era una especie de pacifista que trataba de contener a los cruzados más beligerantes y salvajes.

Locke y un extraterrestre

Podemos hablar de Locke también con el ejemplo del extraterrestre que tiene una fisiología de la visión distinta de la nuestra: dado que tiene una fisiología de la visión distinta de la nuestra, podemos plantear que sus experiencias tienen que estar siendo distintas de las nuestras. A saber qué es lo que él experimenta cuando nosotros vemos verde. Pero lo que no podría ocurrir, para Locke, es que el extraterrestre estuviera teniendo el mismo tipo de experiencia cuando nosotros vemos verde y cuando nosotros vemos rojo; porque se supone que hay algo en la realidad que corresponde a verde, y que es distinto de lo que le corresponde a rojo, y si el extraterrestre tiene la misma experiencia ante esas dos realidades, entonces es que su fisiología le está engañando y está teniendo una ilusión sensorial.

El ejemplo es muy interesante, porque pone el dedo en la llaga de una cuestión importante a la hora de entender determinadas complicaciones del análisis del conocimiento. No se trata de plantearnos sólo si a cada una de nuestras vivencias le corresponde o no algo en la realidad; porque nuestras vivencias no aparecen ‘sueltas’, una tras otra, en nuestra mente; sino que podemos constatar una estructura, asociación u orden en las vivencias; la cuestión entonces es si a esas asociaciones de vivencias le corresponde o no algo en la realidad; si hay algo en la realidad que corresponda a esas asociaciones de vivencias, o se trata meramente del modo mental psicológico de proceder con las vivencias.

En el ejemplo de los colores, no basta con preguntarse si el verde corresponde a algo de la realidad; es que el verde se distingue del rojo, y podemos preguntarnos entonces si a algo de la realidad le corresponde esa distinción. Así, en Locke, aunque lo que corresponde en la realidad a un color sea una estructura de cualidades primarias, tiene que haber algo en la realidad que corresponda a nuestras distinciones de colores. Por eso es por lo que nos sentimos autorizados a decir que el extraterrestre de nuestro ejemplo estaría sufriendo una ilusión sensorial si siente lo mismo ante una realidad que nos provoca a nosotros verde y ante una realidad que nos provoca a nosotros rojo.

viernes, 17 de febrero de 2012

Más reflexiones sobre el conocimiento a propósito de racionalismo y empirismo

Supongamos que nos raptan, nos meten en un aparato raro que borra todos nuestros conocimientos, y al despertar estamos metidos en una habitación, con una hoja en blanco y un lápiz. Y se nos dice: ‘Hala, póngase usted a conocer’, y sólo eso. Es interesante que, a la hora de conocer, nos ponemos nerviosos; habrá gente que su primera reacción sería ‘pedir ayuda’; el otro día me hablaron de un profesor universitario que se quejaba de que en primero de carrera, cuando los alumnos llegaban, iban a las clases esperando ‘a ver qué se les cuenta’. El sujeto de nuestro experimento podría decir: ¡pero cómo quieren que conozca algo aquí, déjenme salir, necesito experiencias!. El racionalista, en cambio, plantea que el sujeto puede empezar a conocer sin necesidad de salir de la habitación; el problema que detecta el racionalista es, casi podríamos decir, de miedo a uno mismo. Esperamos que se nos resuelva la papeleta, que algo de fuera nos saque las castañas del horno: pedimos datos, como quien pide a Dios fe. Sabemos que lo cómodo es limitarse a reproducir lo que dice el profesor o lo que dice el Papa; operación que podría hacer una grabadora o un papagayo.

Para el racionalista, el sujeto de conocimiento tiene que percatarse de que tiene en sí capacidad suficiente para elaborar conocimiento. ¿Qué espera de los datos? ¿Cree ingenuamente el sujeto que los datos le van a resolver la papeleta?. Si hay una entraña idealista en el racionalismo que arranca con Descartes es porque se está planteando una capacidad radicalmente autónoma en el ser humano, que no tiene que pedir permiso a nadie, que está por encima de los datos, del profesor y del Papa (Descartes tiembla: ¿por encima del genio maligno? ¿por encima de Dios?); y que puede elaborar conocimiento de un sólo golpe, sin dudas, sin necesidad de salir de la habitación, sin posibilidad de equívoco, sin tener que establecer una especie de segunda vuelta para ver si lo que he planteado es verdad. Una capacidad que resuelve el problema de que a veces yo soy el peor enemigo para mí mismo; que resuelve el problema de que puedo pensar siempre que me he equivocado porque puedo imaginar otras posibilidades. Y sin haber resuelto ese problema, sin haberme puesto previamente en paz conmigo mismo, de nada valdrá que me dejen salir de la habitación, de nada valdrá que pueda experimentar; porque es necesario que primero me aclare yo conmigo mismo, y sólo una vez que haya realizado eso, empezarán a tener algún sentido los datos.

Si no he aprendido a poder conocer sin salir de la habitación, de nada me servirá que me dejen salir de la habitación. Podré, eso si, dar tumbos, y acumular datos, millones de datos si quiero. Pero eso el único efecto que producirá es incrementar mi inquietud, mi inseguridad. Es absurdo esperar la salvación de los datos. Serán datos desordenados. Así, el racionalista no negará que las experiencias sensoriales sirvan para algo; pero de nada sirven si previamente la razón no ha conocido por sí misma.

Una comparación entre racionalismo y empirismo: la metáfora del muro

Supongamos que tenemos que saber lo que hay del otro lado de un muro. Tanto racionalistas como empiristas plantean la existencia de tal muro: son las experiencias sensoriales, las apariencias de las cosas. En líneas generales, tanto racionalistas como empiristas rompen con un punto de vista de realismo ingenuo (como el que podían tener Aristóteles o Tomás de Aquino) sobre esas experiencias sensoriales: esas experiencias sensoriales no son los objetos de la realidad. Mi experiencia sensorial de una manzana simplemente es una realidad distinta de la manzana. Un empirista como Locke –y un racionalista como Descartes-, que defiende lo que vamos a llamar realismo por representación, tiene claro que al otro lado del muro tiene que haber realidad. Empiristas como Berkeley y como Hume veremos más adelante que no lo tienen tan claro. La pregunta entonces es: ¿cómo vamos a conocer lo que hay al otro lado del muro?, es decir, ¿cómo vamos a conocer la realidad?; porque el muro, eso está claro, tanto para racionalistas como para empiristas, eso sí que lo estamos conociendo. La respuesta de un racionalista y la respuesta de empirista van a ser distintas:

1) El racionalista dirá que la única manera de conocer lo que hay al otro lado del muro es saltarlo; nunca conoceremos nada de lo que hay al otro lado del muro basándonos sólo en cómo es el muro (es más, si nos basamos en eso, nos podemos despistar totalmente sobre lo que hay al otro lado del muro); es decir, que si no tenemos algo diferente a las experiencias sensoriales, nunca podremos conocer nada de cómo es la realidad que está más allá de las experiencias sensoriales (las experiencias sensoriales pueden ser engañosas). Si que tenemos ese algo diferente a las experiencias sensoriales: o bien diremos que tenemos ideas innatas, o bien equivalentemente diremos que tenemos una capacidad especial de intuición, una intuición intelectual, diferente a la intuición sensorial. Incluso podemos plantear que alguien –Dios- nos chiva los puntos de partida para poder empezar a averiguar lo que hay al otro lado del muro.

2) El empirista dirá que la única manera de conocer lo que hay al otro lado del muro es basarnos en lo que sabemos del muro. Esta postura sería claramente la de Locke y su realismo por representación: lo que constatamos en el muro es un indicio de lo que hay al otro lado. Así que tenemos que basarnos en la experiencia sensorial. Y aquí quizás estemos asumiendo que éste conocimiento no es tan perfecto cómo el que tendríamos si pudiéramos saltar el muro, pero el empirista dirá que es lo más que tenemos al alcance los seres humanos.

Utilizando la metáfora del muro, Locke diría que ante todo estamos seguros de que hay algo detrás del muro; si no hubiera una realidad detrás del muro, no habría muro. El problema es si podemos conocer más cosas sobre esa realidad detrás del muro, además de que existe. Podemos considerar que en ciertos aspectos, el muro es ‘transparente’, y nos deja ver algo de lo que hay al otro lado: las cualidades primarias. Claro que podemos considerar que Locke se está aproximando aquí al racionalismo: entre plantear un muro ‘transparente’ y considerar que se puede saltar el muro no habría diferencia. Hay que tener en cuenta que tanto Locke como Descartes están admitiendo la validez de la noción de sustancia.

jueves, 9 de febrero de 2012

Paz y guerra en la Edad Media

Algunas opiniones medievales sobre la paz y la guerra:

“Quien combatiendo por Alá sea muerto, le daremos una magnífica recompensa, pues morará en el Jardín eternamente” (Mahoma, siglo VII)

“Marchad, pues, soldados, seguros al combate, y cargad valientes contra los enemigos de Cristo, porque a todo aquel que muera le será abierto el reino de los cielos” (Bernardo de Claravaux, siglo XII)

“Acudid a la guerra santa porque Dios así lo quiere (Deus o vult)” (Urbano II, concilio de Clermont, 1095)

“¿La guerra santa? Dios no lo quiere, no puede quererlo (Deus non vult) (Pedro Damian, siglo XI). Fijaos aquí, a propósito de las Cruzadas, como había debate al respecto y no era un tema unánime.

“Es cosa en sí misma santa y lícita combatir en favor de la justicia, tanto contra infieles como contra los cristianos” (Walter Brut, 1393)

“Es un asesinato tanto el juez que ordena una sentencia de muerte como el soldado que mata en la batalla obedeciendo a sus jefes” (Ideario cátaro, siglo XII)

“Los militares pueden ser también hombres justos si se convierten en soldados de la paz” (Anselmo de Luca, siglo XI)

“Todos sabemos que los pobres en la guerra siempre pierden y que lo único que desean es vivir en paz” (Honoré de Bovet, 1386)

“No sigáis los estandartes del príncipe si creeis que esta es una guerra injusta” (Robert de Courçon, siglo XIII)

“Es al príncipe a quien corresponde saber si la guerra que emprende es justa y no a sus súbditos que no tienen más que seguirle” (Tomás de Aquino, siglo XIII)

“Una guerra es justa si su causa defiende el bien común y la declara un príncipe justo” (Tomás de Aquino, siglo XIII)

“Aunque la causa de un conflicto pueda parecer justa a los ojos de la sabiduría humana, conviene tener en cuenta que una vez desencadenada, la guerra es la mayor de las desgracias” (Philippe de Mézières, 1395)

-Algunas peculiaridades de la guerra medieval: 1) el combate singular: dos campeones enfrentándose (sobre todo entre godos y árabes); 2) La tregua de Dios: “Toda violencia será interrumpida desde el sábado a la hora novena hasta el lunes a la hora prima” (Concilio de Touloges, 1027); 3) La paz de Dios: “Los militares deberán respetar las vidas, la libertad y los bienes de los eclesiásticos y de los campesinos, de los ancianos, mujeres y niños inocentes. El guerrero que no lo haga será considerado como un bandido” (Concilio de Puy, 975).

Decálogo de la buena guerra: 1) Combatir sólo por Dios o por el interés público; 2) Hacer la guerra bajo una autoridad legítima; 3) No participar en guerras injustas; 4) Respetar las iglesias; 5) No saquear ni robar bienes ajenos; 6) Enterrar a los muertos; 7) No forzar a doncella o mujer yaciente; 8) No quemar ni las cosechas ni las casas; 9) Respetar la vida de los heraldos y los mensajeros; 10) Prohibir la tortura para obligar a hablar a un prisionero (Philippe de Vigneulles, siglo XII y Álvaro Pelayo, siglo XIV)

“¡Oh guerrero valiente! Yo te ciño la espada sobre el muslo…para que mantengas la verdad de la Santa Iglesia…y defiendas la justicia protegiendo a los huérfanos, a las viudas, a quienes oran y a quienes trabajan” (del ritual de ordenación de caballero, siglo XII)

Frente a la caballerosa espada, la Iglesia juzgó a la ballesta como un arma del diablo, y prohibió su uso entre los cristianos, aunque se permitía utilizarla contra los infieles. A pesar de ello, el desarrollo de la ballesta como arma de guerra continúo durante toda la edad media.

El Mirandés, Tomás de Aquino y el entendimiento agente

Dice un lema que se corea en el estadio del Mirandés: “Vamos, Anduva, empuja con el alma”. Tomás de Aquino replicaría que el alma no puede empujar; para empujar, se necesita de un cuerpo; el alma determina una potencia para empujar, pero para activarla necesitamos de un cuerpo. Sin embargo, en el alma habría una capacidad, el entendimiento agente, que está activada de fábrica, disponible en acto para poder ser utilizada cuando la necesitamos. Si no lo planteáramos así, diría Tomás, no podríamos explicarnos nuestra capacidad de conocimiento. De manera que, con Tomás, podemos decir: ‘conoce con el alma’; por supuesto (en Tomás, no así en Descartes), el alma no puede llevarlo hasta sus últimas consecuencias si no es con la ayuda de un cuerpo: unos órganos de los sentidos, etc. Pero ese último paso que da el alma, el entendimiento agente, no puede describirse en términos corporales, y por lo tanto, no está conectado con cuerpo.

Por cierto, a propósito de la expresión de Anduva, puede ser interesante constatar cómo los seres humanos parece que hoy en día tenemos tendencia a utilizar el término ‘alma’ en situaciones emocionales. Agustín de Hipona, que consideraba que lo mejor, lo más perfecto de nuestro alma, es la voluntad o amor, estaría de acuerdo. Tomás de Aquino, en cambio –inspirándose una vez más en esto en Aristóteles- consideraba que lo mejor, lo más perfecto de nuestro alma, era el entendimiento, nuestra capacidad de conocimiento.