sábado, 3 de marzo de 2012

Yo, Descartes, Hume, los comatosos y los implantes de memoria

El otro día Adriana hacía una pregunta que me sugería un modo de enfocar el problema del yo en Descartes y en Hume. Conforme al ‘Pienso, luego existo’ de Descartes, la prueba clave para considerar que existo es constatar por autoconciencia que hay actividad mental; y Descartes añadía algo que era clave: y existo como una sustancia. Esto nos lleva a la sugerencia que se planteó en clase: un comatoso, que vamos a suponer que no tiene ninguna conciencia de sí mismo, ¿existe?: habría que decir: como un cuerpo, podríamos plantear que sí; pero no existe como un ser humano, como un yo.

Ahora bien, ocurre que todos hemos perdido alguna vez la consciencia; es más, podríamos considerar que la perdemos todas las noches, cuando nos dormimos profundamente, cuando no tenemos sueños. Es verdad que un electroencefalograma detectaría actividad cerebral (y quizás podríamos plantear lo mismo en el caso de un comatoso); pero quizás hay que distinguir entre actividad cerebral y actividad mental autoconsciente: lo importante para Descartes sería lo segundo. Pero entonces, ¿acaso va a plantear Descartes que cada noche, cuando nos dormimos profundamente, dejamos de existir?; habría que plantear que no, porque Descartes ha añadido la noción de sustancia: yo permanezco, el mismo, aunque pueda haber intervalos sin actividad mental autoconsciente. Si os fijáis, es en el fondo el mismo problema que planteamos para la existencia de las cosas cuando dejamos de experimentarlas y luego las volvemos a experimentar.

Hume, en su fenomenismo, aplicado al problema del yo, elimina el uso de la noción de sustancia. Lo único que queda es una sucesión temporal de impresiones (y sus ecos en forma de ideas): eso soy yo. Si esas sucesiones se interrumpen, ¿por qué pretendo que sigo siendo un mismo yo cuando se reanudan?. Es más, aunque no se interrumpan, ¿qué quiero decir al decir que un mismo y único yo está sustentando a esa corriente?. Hume responde desde su fenomenismo que nada, que no tiene ningún sentido; así que Hume, en realidad, no aceptaría la imagen de la mente como una especie de contenedor vacío que va llenándose de impresiones: no hay tal contenedor al margen del conjunto de impresiones; lo mismo que no hay sustancia al margen del conjunto de oraciones condicionales ‘si…entonces…’.

Lo mismo que nos basamos en la experiencia, en los patrones empíricos que detectamos en la sucesión de nuestras impresiones, para plantear una realidad de sustancias y causas, también nos basamos en patrones empíricos de continuidad para plantear un yo. Planteamos un yo, y con eso estamos yendo en efecto más allá de cualquier cosa que podamos experimentar, pero lo planteamos porque la experiencia es tal que nos deja margen a plantearlo, porque nos podemos apoyar en ella. Una experiencia radicalmente caótica, una sucesión de impresiones radicalmente incoherente –y nada impide que pudiera ser así- nos dejaría sin poder realizar una ordenación de la sucesión, ni encontrar conjuntos coherentes de manera que podamos plantear conjuntos de oraciones condicionales ‘si…entonces…’, con los que plantear que hay un mundo de sustancias persistentes, que se influyen causalmente, y que hay un yo persistente.

En concreto, para el caso del yo, puedo recordar mis impresiones: ya hemos indicado que quedan como ecos en forma de ideas. Así, al despertar por la mañana, puedo recordar que el día anterior estaba en clase de filosofía, y ese recuerdo encaja con las vivencias que voy teniendo; veo el despertador, la habitación, llego de nuevo a la clase de filosofía, etc.

Pero, lo mismo que ocurría con mi seguridad de que el despertador es el mismo que anoche puse con alarma, ocurre con mi seguridad de que al despertar sigo siendo yo mismo: me baso en las experiencias, pero estoy yendo más allá de las experiencias, y puede ocurrir que me esté equivocando, y de tal manera que nunca pudiera llegar a descubrir que me he equivocado. Así, por ejemplo, por la noche, mientras dormía, una corporación maligna me ha secuestrado, ha tomado una muestra de mi adn, me ha matado, me ha clonado, y en el cerebro del clon ha metido una serie de implantes de memoria para que no note nada, y ha metido al clon en mi cama. Al despertar, sigo pensando que soy yo mismo….pero, ¿lo sigo siendo de verdad?

sábado, 18 de febrero de 2012

‘El reino de los cielos’: una película de Ridley Scott sobre las cruzadas

Sobre el tema de las cruzadas, que salió varias veces en clase, ya sabeis que sigo pensando –es sólo un pensamiento, habría que ver si le corresponde o no algo en la realidad- que perfectamente puede haber teólogos en la edad media que no estuvieran totalmente de acuerdo o seguros sobre la legitimidad de alguna o todas las cruzadas. Os metí en un post anterior algunas frases sueltas, y algunos de los autores en efecto parecen tener una postura crítica. En realidad, es un asunto histórico, porque lo importante es que obviamente hoy en día ningún pensador cristiano va por ahí defendiendo que haya que matar infieles. No obstante, incluso podemos entrar en la discusión histórica, como os digo. Discusión sobre cuales eran las razones de las cruzadas, sobre si podemos considerar que hubo cruzadas más legitimadas que otras, sobre si algunas de las cruzadas eran sinceras y otras meras cortinas de humo para distraer de los problemas internos, etc. Y discusión de opiniones de pensadores divergentes con lo que podía ser la postura oficial del papado en la época (eso suponiendo que el papado no pudiera tener distintas posturas sobre las distintas cruzadas, etc).

En la película que os menciono de Ridley Scott, se habla de una de las épocas de las cruzadas, creo que en el siglo XIII (el mismo siglo que Tomás de Aquino), en la que los cristianos perdieron el control de Jerusalén a manos de Saladino. En la película se plantea que se había establecido en Jerusalén un reino de paz y convivencia pacífica entre religiones, y que el legendario ‘rey leproso’ de Jerusalén era una especie de pacifista que trataba de contener a los cruzados más beligerantes y salvajes.

Locke y un extraterrestre

Podemos hablar de Locke también con el ejemplo del extraterrestre que tiene una fisiología de la visión distinta de la nuestra: dado que tiene una fisiología de la visión distinta de la nuestra, podemos plantear que sus experiencias tienen que estar siendo distintas de las nuestras. A saber qué es lo que él experimenta cuando nosotros vemos verde. Pero lo que no podría ocurrir, para Locke, es que el extraterrestre estuviera teniendo el mismo tipo de experiencia cuando nosotros vemos verde y cuando nosotros vemos rojo; porque se supone que hay algo en la realidad que corresponde a verde, y que es distinto de lo que le corresponde a rojo, y si el extraterrestre tiene la misma experiencia ante esas dos realidades, entonces es que su fisiología le está engañando y está teniendo una ilusión sensorial.

El ejemplo es muy interesante, porque pone el dedo en la llaga de una cuestión importante a la hora de entender determinadas complicaciones del análisis del conocimiento. No se trata de plantearnos sólo si a cada una de nuestras vivencias le corresponde o no algo en la realidad; porque nuestras vivencias no aparecen ‘sueltas’, una tras otra, en nuestra mente; sino que podemos constatar una estructura, asociación u orden en las vivencias; la cuestión entonces es si a esas asociaciones de vivencias le corresponde o no algo en la realidad; si hay algo en la realidad que corresponda a esas asociaciones de vivencias, o se trata meramente del modo mental psicológico de proceder con las vivencias.

En el ejemplo de los colores, no basta con preguntarse si el verde corresponde a algo de la realidad; es que el verde se distingue del rojo, y podemos preguntarnos entonces si a algo de la realidad le corresponde esa distinción. Así, en Locke, aunque lo que corresponde en la realidad a un color sea una estructura de cualidades primarias, tiene que haber algo en la realidad que corresponda a nuestras distinciones de colores. Por eso es por lo que nos sentimos autorizados a decir que el extraterrestre de nuestro ejemplo estaría sufriendo una ilusión sensorial si siente lo mismo ante una realidad que nos provoca a nosotros verde y ante una realidad que nos provoca a nosotros rojo.

viernes, 17 de febrero de 2012

Más reflexiones sobre el conocimiento a propósito de racionalismo y empirismo

Supongamos que nos raptan, nos meten en un aparato raro que borra todos nuestros conocimientos, y al despertar estamos metidos en una habitación, con una hoja en blanco y un lápiz. Y se nos dice: ‘Hala, póngase usted a conocer’, y sólo eso. Es interesante que, a la hora de conocer, nos ponemos nerviosos; habrá gente que su primera reacción sería ‘pedir ayuda’; el otro día me hablaron de un profesor universitario que se quejaba de que en primero de carrera, cuando los alumnos llegaban, iban a las clases esperando ‘a ver qué se les cuenta’. El sujeto de nuestro experimento podría decir: ¡pero cómo quieren que conozca algo aquí, déjenme salir, necesito experiencias!. El racionalista, en cambio, plantea que el sujeto puede empezar a conocer sin necesidad de salir de la habitación; el problema que detecta el racionalista es, casi podríamos decir, de miedo a uno mismo. Esperamos que se nos resuelva la papeleta, que algo de fuera nos saque las castañas del horno: pedimos datos, como quien pide a Dios fe. Sabemos que lo cómodo es limitarse a reproducir lo que dice el profesor o lo que dice el Papa; operación que podría hacer una grabadora o un papagayo.

Para el racionalista, el sujeto de conocimiento tiene que percatarse de que tiene en sí capacidad suficiente para elaborar conocimiento. ¿Qué espera de los datos? ¿Cree ingenuamente el sujeto que los datos le van a resolver la papeleta?. Si hay una entraña idealista en el racionalismo que arranca con Descartes es porque se está planteando una capacidad radicalmente autónoma en el ser humano, que no tiene que pedir permiso a nadie, que está por encima de los datos, del profesor y del Papa (Descartes tiembla: ¿por encima del genio maligno? ¿por encima de Dios?); y que puede elaborar conocimiento de un sólo golpe, sin dudas, sin necesidad de salir de la habitación, sin posibilidad de equívoco, sin tener que establecer una especie de segunda vuelta para ver si lo que he planteado es verdad. Una capacidad que resuelve el problema de que a veces yo soy el peor enemigo para mí mismo; que resuelve el problema de que puedo pensar siempre que me he equivocado porque puedo imaginar otras posibilidades. Y sin haber resuelto ese problema, sin haberme puesto previamente en paz conmigo mismo, de nada valdrá que me dejen salir de la habitación, de nada valdrá que pueda experimentar; porque es necesario que primero me aclare yo conmigo mismo, y sólo una vez que haya realizado eso, empezarán a tener algún sentido los datos.

Si no he aprendido a poder conocer sin salir de la habitación, de nada me servirá que me dejen salir de la habitación. Podré, eso si, dar tumbos, y acumular datos, millones de datos si quiero. Pero eso el único efecto que producirá es incrementar mi inquietud, mi inseguridad. Es absurdo esperar la salvación de los datos. Serán datos desordenados. Así, el racionalista no negará que las experiencias sensoriales sirvan para algo; pero de nada sirven si previamente la razón no ha conocido por sí misma.

Una comparación entre racionalismo y empirismo: la metáfora del muro

Supongamos que tenemos que saber lo que hay del otro lado de un muro. Tanto racionalistas como empiristas plantean la existencia de tal muro: son las experiencias sensoriales, las apariencias de las cosas. En líneas generales, tanto racionalistas como empiristas rompen con un punto de vista de realismo ingenuo (como el que podían tener Aristóteles o Tomás de Aquino) sobre esas experiencias sensoriales: esas experiencias sensoriales no son los objetos de la realidad. Mi experiencia sensorial de una manzana simplemente es una realidad distinta de la manzana. Un empirista como Locke –y un racionalista como Descartes-, que defiende lo que vamos a llamar realismo por representación, tiene claro que al otro lado del muro tiene que haber realidad. Empiristas como Berkeley y como Hume veremos más adelante que no lo tienen tan claro. La pregunta entonces es: ¿cómo vamos a conocer lo que hay al otro lado del muro?, es decir, ¿cómo vamos a conocer la realidad?; porque el muro, eso está claro, tanto para racionalistas como para empiristas, eso sí que lo estamos conociendo. La respuesta de un racionalista y la respuesta de empirista van a ser distintas:

1) El racionalista dirá que la única manera de conocer lo que hay al otro lado del muro es saltarlo; nunca conoceremos nada de lo que hay al otro lado del muro basándonos sólo en cómo es el muro (es más, si nos basamos en eso, nos podemos despistar totalmente sobre lo que hay al otro lado del muro); es decir, que si no tenemos algo diferente a las experiencias sensoriales, nunca podremos conocer nada de cómo es la realidad que está más allá de las experiencias sensoriales (las experiencias sensoriales pueden ser engañosas). Si que tenemos ese algo diferente a las experiencias sensoriales: o bien diremos que tenemos ideas innatas, o bien equivalentemente diremos que tenemos una capacidad especial de intuición, una intuición intelectual, diferente a la intuición sensorial. Incluso podemos plantear que alguien –Dios- nos chiva los puntos de partida para poder empezar a averiguar lo que hay al otro lado del muro.

2) El empirista dirá que la única manera de conocer lo que hay al otro lado del muro es basarnos en lo que sabemos del muro. Esta postura sería claramente la de Locke y su realismo por representación: lo que constatamos en el muro es un indicio de lo que hay al otro lado. Así que tenemos que basarnos en la experiencia sensorial. Y aquí quizás estemos asumiendo que éste conocimiento no es tan perfecto cómo el que tendríamos si pudiéramos saltar el muro, pero el empirista dirá que es lo más que tenemos al alcance los seres humanos.

Utilizando la metáfora del muro, Locke diría que ante todo estamos seguros de que hay algo detrás del muro; si no hubiera una realidad detrás del muro, no habría muro. El problema es si podemos conocer más cosas sobre esa realidad detrás del muro, además de que existe. Podemos considerar que en ciertos aspectos, el muro es ‘transparente’, y nos deja ver algo de lo que hay al otro lado: las cualidades primarias. Claro que podemos considerar que Locke se está aproximando aquí al racionalismo: entre plantear un muro ‘transparente’ y considerar que se puede saltar el muro no habría diferencia. Hay que tener en cuenta que tanto Locke como Descartes están admitiendo la validez de la noción de sustancia.

jueves, 9 de febrero de 2012

Paz y guerra en la Edad Media

Algunas opiniones medievales sobre la paz y la guerra:

“Quien combatiendo por Alá sea muerto, le daremos una magnífica recompensa, pues morará en el Jardín eternamente” (Mahoma, siglo VII)

“Marchad, pues, soldados, seguros al combate, y cargad valientes contra los enemigos de Cristo, porque a todo aquel que muera le será abierto el reino de los cielos” (Bernardo de Claravaux, siglo XII)

“Acudid a la guerra santa porque Dios así lo quiere (Deus o vult)” (Urbano II, concilio de Clermont, 1095)

“¿La guerra santa? Dios no lo quiere, no puede quererlo (Deus non vult) (Pedro Damian, siglo XI). Fijaos aquí, a propósito de las Cruzadas, como había debate al respecto y no era un tema unánime.

“Es cosa en sí misma santa y lícita combatir en favor de la justicia, tanto contra infieles como contra los cristianos” (Walter Brut, 1393)

“Es un asesinato tanto el juez que ordena una sentencia de muerte como el soldado que mata en la batalla obedeciendo a sus jefes” (Ideario cátaro, siglo XII)

“Los militares pueden ser también hombres justos si se convierten en soldados de la paz” (Anselmo de Luca, siglo XI)

“Todos sabemos que los pobres en la guerra siempre pierden y que lo único que desean es vivir en paz” (Honoré de Bovet, 1386)

“No sigáis los estandartes del príncipe si creeis que esta es una guerra injusta” (Robert de Courçon, siglo XIII)

“Es al príncipe a quien corresponde saber si la guerra que emprende es justa y no a sus súbditos que no tienen más que seguirle” (Tomás de Aquino, siglo XIII)

“Una guerra es justa si su causa defiende el bien común y la declara un príncipe justo” (Tomás de Aquino, siglo XIII)

“Aunque la causa de un conflicto pueda parecer justa a los ojos de la sabiduría humana, conviene tener en cuenta que una vez desencadenada, la guerra es la mayor de las desgracias” (Philippe de Mézières, 1395)

-Algunas peculiaridades de la guerra medieval: 1) el combate singular: dos campeones enfrentándose (sobre todo entre godos y árabes); 2) La tregua de Dios: “Toda violencia será interrumpida desde el sábado a la hora novena hasta el lunes a la hora prima” (Concilio de Touloges, 1027); 3) La paz de Dios: “Los militares deberán respetar las vidas, la libertad y los bienes de los eclesiásticos y de los campesinos, de los ancianos, mujeres y niños inocentes. El guerrero que no lo haga será considerado como un bandido” (Concilio de Puy, 975).

Decálogo de la buena guerra: 1) Combatir sólo por Dios o por el interés público; 2) Hacer la guerra bajo una autoridad legítima; 3) No participar en guerras injustas; 4) Respetar las iglesias; 5) No saquear ni robar bienes ajenos; 6) Enterrar a los muertos; 7) No forzar a doncella o mujer yaciente; 8) No quemar ni las cosechas ni las casas; 9) Respetar la vida de los heraldos y los mensajeros; 10) Prohibir la tortura para obligar a hablar a un prisionero (Philippe de Vigneulles, siglo XII y Álvaro Pelayo, siglo XIV)

“¡Oh guerrero valiente! Yo te ciño la espada sobre el muslo…para que mantengas la verdad de la Santa Iglesia…y defiendas la justicia protegiendo a los huérfanos, a las viudas, a quienes oran y a quienes trabajan” (del ritual de ordenación de caballero, siglo XII)

Frente a la caballerosa espada, la Iglesia juzgó a la ballesta como un arma del diablo, y prohibió su uso entre los cristianos, aunque se permitía utilizarla contra los infieles. A pesar de ello, el desarrollo de la ballesta como arma de guerra continúo durante toda la edad media.

El Mirandés, Tomás de Aquino y el entendimiento agente

Dice un lema que se corea en el estadio del Mirandés: “Vamos, Anduva, empuja con el alma”. Tomás de Aquino replicaría que el alma no puede empujar; para empujar, se necesita de un cuerpo; el alma determina una potencia para empujar, pero para activarla necesitamos de un cuerpo. Sin embargo, en el alma habría una capacidad, el entendimiento agente, que está activada de fábrica, disponible en acto para poder ser utilizada cuando la necesitamos. Si no lo planteáramos así, diría Tomás, no podríamos explicarnos nuestra capacidad de conocimiento. De manera que, con Tomás, podemos decir: ‘conoce con el alma’; por supuesto (en Tomás, no así en Descartes), el alma no puede llevarlo hasta sus últimas consecuencias si no es con la ayuda de un cuerpo: unos órganos de los sentidos, etc. Pero ese último paso que da el alma, el entendimiento agente, no puede describirse en términos corporales, y por lo tanto, no está conectado con cuerpo.

Por cierto, a propósito de la expresión de Anduva, puede ser interesante constatar cómo los seres humanos parece que hoy en día tenemos tendencia a utilizar el término ‘alma’ en situaciones emocionales. Agustín de Hipona, que consideraba que lo mejor, lo más perfecto de nuestro alma, es la voluntad o amor, estaría de acuerdo. Tomás de Aquino, en cambio –inspirándose una vez más en esto en Aristóteles- consideraba que lo mejor, lo más perfecto de nuestro alma, era el entendimiento, nuestra capacidad de conocimiento.

martes, 31 de enero de 2012

El problema del mal

El problema del mal es un clásico del debate metafísico, y un buen tema para 1º de Bachillerato. Ante todo, no necesariamente tenemos que entender que el problema del mal supone sólo una refutación de la existencia de Dios; de hecho, incluso podríamos plantear un argumento a favor de la existencia de Dios partiendo de la experiencia del mal: plantear que Dios es nuestra única esperanza de que el bien termine triunfando sobre el mal (ya hemos visto como en Tomás de Aquino hay que entender a Dios como el triunfo original del ser sobre la nada, del bien sobre el mal).
Es preciso distinguir en el debate tres tipos de mal: 1) mal metafísico: se identifica con la finitud de los entes; por ejemplo, en los humanos, nuestra condición imperfecta (por ejemplo, no somos absolutamente sabios); 2) mal físico o natural: en ocasiones, los entes se ven privados de características que les corresponden; se producen terremotos, un cáncer repentino, una nutilación, etc. 3) mal moral: es el mal que podemos considerar originado por un ser humano libre: por ejemplo, un asesinato.
-La cuestión es que se puede plantear un argumento deductivo de refutación de la existencia de Dios a partir de la constatación de la existencia del mal en el universo. El argumento procedería de la siguiente manera:
Dios crea el mundo
Dios es bueno (quiere el bien)
Dios es omnisciente (sabrá cómo hacerlo)
Dios es omnipotente (puede hacerlo)
Se puede crear el máximo de bien sin nada de mal
Luego en el mundo no habrá mal [pero lo hay]
Dejaremos al margen las posibilidades de negar una o todas de las premisas 1, 2, 3 y 4 del anterior argumento para resistirse a la refutación. Por ejemplo, podemos negar que Dios cree el mundo. O podemos negar que sea realmente omnipotente; por ejemplo, planteando que hay un Dios bueno y un Dios malo que luchan en igualdad de condiciones; o que Dios no puede evitar tener que vérselas con un principio metafísico malo, como puede ser la materia (estas dos últimas posturas serían planteamientos de maniqueísmo, herejía contra la que combatió Agustín de Hipona).
Nos interesará fijarnos, sobre todo, en la quinta premisa del argumento, para negarla, lo que supone una limitación a la omnipotencia divina.
-Sobre la cuestión del mal moral, podemos plantear que no es posible, ni siquiera para Dios (no es lógicamente posible, diremos), generar el bien de la libertad (y para Tomás, por ejemplo, es un bien tan grande que gracias a él nos parecemos a Dios) sin arriesgarse a que se use de esa libertad para el mal moral. Por supuesto, Dios podía haber decidido o 1) quitar al ser humano las posibilidades de hacer el mal (que no hubiera árbol en el edén): quitar la libertad de acción para el mal, aunque no la libertad de intención para el mal; o 2) quitar al ser humano la libertad de elegir o 3) más radicalmente no haber creado al ser humano. En éste sentido, a lo más a lo que podríamos llegar es a concluir que Dios es un responsable indirecto del mal moral; mientras se quiera seguir creando individuos libres, no se puede evitar lógicamente el mal moral. La cuestión será entonces plantearnos que la libertad es un bien tan grande que merece la pena correr el riesgo del mal moral. En todo caso, Agustín de Hipona, por ejemplo, cargaría la responsabilidad del mal moral sobre el ser humano.
Además, en Agustín de Hipona se plantea la teoría del pecado original de manera tal que el mal moral de Adán se convierte en un mal metafísico para sus descendientes, aunque no como un castigo divino, sino más bien como una consecuencia irremediable. Por el pecado original o mal metafísico, se habría estropeado nuestra condición (como si fuera un artefacto que, una vez salido de fábrica, se ha estropeado o averiado); ejemplos bíblicos de en qué se materializa ese mal metafísico son: tener que trabajar o los dolores del parto; todos los penosos esfuerzos que los seres humanos sentimos en ésta vida para sacar adelante algo de bien serían el resultado de ese mal metafísico. Pero Agustín de Hipona argumenta que no podemos reprochar nada a Dios, al fabricante: de fábrica el artefacto había salido bien. Aunque nosotros no hayamos comido del árbol del Edén, es como si lo hubiéramos hecho; la responsabilidad es comunitaria, de toda la humanidad, no individuo a individuo; esta transmisión del pecado original, por la que un mal moral se convierte en mal metafísico para sus descendientes, sin dejar de ser mal moral, parece algo incomprensible, y Agustín confiesa que efectivamente tiene algo de misterio eso de que sigamos teniendo responsabilidad por algo que hizo Adán. En todo caso, debemos para Agustín de Hipona, y también para Tomás, poner todo de nuestra parte para salir de esta situación, y ya Dios nos hará la gracia de repararnos.
-Insistiendo en nuestras dudas sobre la quinta premisa del argumento, podemos plantear también un intento de justificación de la presencia del mal físico. Podemos plantear, por ejemplo, que es imposible (lógicamente) generar determinados bienes morales sin a la vez generar males naturales; por ejemplo, las enfermedades, las catástrofes naturales, los accidentes, etc, son condición de posibilidad del ejercicio de virtudes como la compasión, la solidaridad o la caridad. El mal natural consigue sacar de nosotros el mejor bien moral. Para no cargarnos la libertad, claro, hay que definir ésta relación en términos de ocasión y no de determinación. Por lo tanto, también es cierto que ante el mal natural se puede reaccionar con mal moral: insolidaridad, injusticia, etc. Pero incluso éstos males morales pueden ser ocasión para seguir mejorando a traves de bienes morales superiores, como el perdón o la reconciliación.
En el planteamiento de C. S. Lewis, la graduación de bienes se establece indicando que puede ser que nuestra felicidad y comodidad sea un bien, pero hay bienes aún mayores que esos, y para evitar que nos durmamos en nuestra comodidad, Dios nos tiene que poner en un ambiente con riesgo de mal natural.
-Estas formas de escapar a la refutación manejan en todo caso la idea de que no es posible crear el bien sin algo de mal. O que el bien sin algo de mal es un bien menor que el bien que se puede conseguir a través del mal (o de arriesgarse al mal). Dios ve el todo, la suma total de bien y mal en el mundo, nosotros no; de manera que no podemos reprocharle a Dios no haber evitado un caso concreto de mal. Aunque no podamos comprenderlo, como diría Leibniz, este es el mejor de los mundos posibles. Por muchas evidencias sobre el mal en la historia que pongamos, nada de todo eso prueba de manera concluyente que el universo sea defectuoso, aunque hay que reconocer que es una evidencia bastante impresionante.
El argumento de que no se puede crear un máximo de bien sin algo de mal aparece en Agustín de Hipona; utiliza la metáfora siguiente: en una composición musical se puede introducir una disonancia para que el conjunto total gane en belleza. También Tomás de Aquino plantea argumentos de éste tipo: por ejemplo, que no es posible para Dios crear en los entes una capacidad de sentir placer sin a la vez darles la capacidad de sentir dolor. También en algunos momentos de Tomás de Aquino parece plantear esa idea de que nosotros no vemos el todo, de que algo nos parece un mal injustificable porque nuestra prespectiva es limitada. Esto se aplica en el caso de Tomás sobre todo para el mal metafísico: como Tomás sostiene que hay una graduación de los entes finitos, de menos perfectos a más perfectos, de menos próximos a Dios a más próximos, si comparamos un ente finito menos perfecto con un ente finito más perfecto podemos plantear un mal metafísico para el primero.
-Una forma que me parece mala de intentar justificar el mal físico es verlo como un castigo para el mal moral; y no necesariamente un castigo sobrenatural directo, sino incluso un castigo natural: las catástrofes naturales son en realidad provocadas por las malas acciones de los humanos (ejemplo: inundaciones-deforestación). Parece evidente que hay casos en que no podemos explicar así el mal físico: por ejemplo, a un niño de dos años que le entra una dolorosa enfermedad parece que poco tiempo le ha podido dar para hacer mal moral. Y desde luego, está el asunto de la injusticia de que le pasen males físicos y morales a personas buenas morales. Como planteaba Kant, parece que hay que buscarle un arreglo a esa situación, y por eso introducimos artificialmente un extra de bien (en el cielo) que compense a la persona moralmente buena (que ha sido desgraciado en la tierra).
-Otra idea, esta presente tanto en Agustín de Hipona como en Tomás de Aquino, es considerar que el mal (y en particular, esta idea se aplicaría para el mal físico) no puede plantearse más que por comparación con el bien. Lo mismo que no existiría o no podríamos plantear el negro si no existira el blanco, así tampoco podemos hablar de 'mal' si no es por contraste con el 'bien'. El mal es un no-bien. Expresado en términos metafísicos, el mal es el no-ser, y el bien es el ser. El mal es por tanto, una privación, un no-ser; como si fuera una especie de parásito que sólo puede darse por comparación con el bien. No se podría entonces responsabilizar de eso a Dios, ya que Dios es sólo el ser y difunde el ser.
-Los argumentos de que Dios no puede crear el máximo de bien sin algo de mal, y que, en todo caso, éste mundo es el mejor que ha podido crear Dios dadas las circunstancias (en el que se daría el máximo de bien que se puede crear con el mínimo de mal) aparecen también en el racionalismo, y muy especialmente en Leibniz.
-En todo caso, por último, parece que siempre nos queda el recurso a abandonarnos al misterio. Sabemos que la vida es difícil, y que cada pequeño gramo de bien que conseguimos arrancar a las dificultades del mundo merece la pena. Pero podemos plantear que Dios tiene una noción de bien que es sólo analógica con la que manejamos nosotros; tiene una noción de bien y mal que nos supera, que nunca vamos a poder entender. De alguna manera, aunque nosotros no lo podamos comprender, Dios es capaz de escribir recto con renglones torcidos.